Brasil, 16 de julio de 1950, estadio de Maracaná. Última
jornada de la liguilla de grupos en la que se decidirá el nuevo campeón
intercontinental. Todo está preparado para ver cómo el mundo del fútbol salda
su deuda con la selección brasileña. Es su momento, su Mundial.
Tras barrer a Suecia y España, les basta un empate ante los
correosos uruguayos, que no han pasado de una victoria por la mínima y un
empate en sus enfrentamientos ante escandinavos y españoles, respectivamente.
Para ello cuentan con dos armas infalibles: el talento de sus futbolistas y el
corazón de todo un país que les empuja hacia la victoria. Los datos dicen que
aquella tarde había en torno a 200.000 personas en Maracaná. Quienes estuvieron
allí afirman que dentro del más histórico templo del balompié se sentía la
presencia de toda una nación.
El partido, como no podía ser de otra forma, arranca con el
dominio aplastante de los cariocas. La selección charrúa es un mero títere
sometido a la voluntad del anfitrión. Nada más comenzar el segundo acto llega
el gol: Friaça anota el que a buen seguro será el primero de muchos. Maracaná
explota. Brasil es una fiesta. El mundo del fútbol honra a los ya seguros
campeones. Jules Rimet mete la mano en su bolsillo y acaricia el papel en el
que la noche antes había escrito el discurso, en portugués, por supuesto, que
proclamaba a Brasil campeona. Uruguay baja definitivamente los brazos. Y
entonces apareció él…
Uno de los aspectos que se repiten de manera constante en el
cambiante mundo del fútbol es la obsesión por encontrar al mejor jugador de
todos los tiempos. La fortaleza de Di Stefano, la samba de Pelé, la elegancia
de Johan Cruyff, la magia del Diego, el talento de Leo Messi,… Horas y horas de
debate en medios de comunicación y tertulias alrededor de una misma idea sin
que sea posible llegar a un acuerdo.
Ahora bien, si llevamos el análisis a lo que debe ser un
capitán, aparece un nombre que no resiste comparación alguna y que
sorprendentemente es desconocido para una gran parte de aficionados. Hablamos
de Obdulio Varela, el Negro Jefe, el hombre que cambió el rumbo del
partido más famoso de todos los tiempos.
A lo largo de su carrera, Obdulio Varela dio sobradas
muestras de su liderazgo dentro y fuera de los terrenos de juego. No son pocas
las anécdotas que certifican su dominante carácter, que alcanzaría su cénit en
el que, a partir de entonces, se convertiría en la mayor hazaña futbolística
que se recuerda.
Aquella tarde en Maracaná había un extenso catálogo de
virtudes futbolísticas. La magia de Zizinho, la capacidad goleadora de Ademir,
la visión de Schiaffino,…todas quedaron ensombrecidas por el carácter, el
liderazgo, el alma del mejor capitán que ha dado la historia.
El partido comenzó a jugarse en el túnel de vestuarios. El
ensordecedor ruido proveniente de las gradas de Maracaná terminó de hundir la
moral ya tocada de los uruguayos, que encaraban el partido con la premisa de
haber cumplido y con el único objetivo de evitar una goleada. Al ver las
caras de miedo de sus compañeros Obdulio tomó la palabra y les dijo “No
piensen en esa gente, no miren para arriba, el partido se juega abajo y si
ganamos no va a pasar nada, nunca pasó nada”.
Uruguay aguantó el tipo hasta el descanso, pero cuando
Friaça abrió el marcador, perforó algo más que las redes charrúas: terminó de
ajusticiar a un preso que, antes de empezar, ya había sentido como la cuchilla
guillotinaba su cuello. El Negro, al comprobar como el ambiente volvía a
devorar a los suyos, agarró el balón y al ya mítico grito de “Vamos, vamos,
los de afuera son de palo” se dispuso a ganar el partido:
“Ahí me di cuenta que si no enfriábamos el partido, esa
máquina de jugar al fútbol nos iba a demoler. Esos tigres nos comían si les
servíamos el bocado muy rápido. Entonces, a paso lento crucé la cancha para
hablar con el juez de línea, reclamándole un supuesto fuera de juego que no
había existido. Luego se me acercó el árbitro y amenazó con expulsarme, pero
hice que no lo entendía aprovechando que él no hablaba castellano y yo no sabía
inglés. Pero mientras hablaba, varios jugadores contrarios me insultaban, muy
nerviosos, mientras las tribunas bramaban. Tenían miedo de nosotros. Entonces,
siempre con la pelota entre mi brazo y mi cuerpo, me fui hacia el centro del
campo, vi a los rivales que estaban pálidos e inseguros y les dije a mis
compañeros que éstos no nos podían ganar nunca. Nuestros nervios se los
habíamos pasado a ellos. El resto fue lo más fácil”.
A partir de ahí, la historia es más que conocida. Los goles
de Schiaffino y de Alcides Ghiggia volteaban el marcador ante la mirada atónita
de un Maracaná en estado de shock y otorgaban al combinado uruguayo su segundo
Mundial.
Al finalizar el partido, tras recoger el trofeo de manera
casi clandestina de manos de un desconcertado Jules Rimet, todos los jugadores
uruguayos se fueron a celebrar el trofeo. Todos menos uno. Varela, afectado por
la incosolable tristeza del pueblo brasileño, decidió huir de los focos y se
lanzó al anonimato de los bares brasileños, buscando ahogar las penas junto a
los vencidos. Años después, confesaría que nunca logró superar lo que supuso
aquella final: “Si volviera a jugar aquel partido preferiría perderlo (…) mi
patria es la gente que sufre”.
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